La Iglesia Católica se encuentra en crisis.

Para muestra basta ver los medios en este lunes 4 de junio: mientras que el diario La Jornada encabeza su edición con otra nota sobre un sacerdote acusado de pedofilia, en Europa el asunto de los Vatileaks está llegando a alturas insospechadas.

Al parecer el tal Paolo Gabriele, el famoso mayordomo, es tan sólo un chivo expiatorio y, según nuevos leaks llegados al importante diario italiano La República, el tema de los documentos filtrados a la prensa podría venir de instancias muy altas que buscan desprestigiar al papa Ratzinger.

Hojeando Internet uno se encuentra con diversos artículos de análisis en los que se plantean desde la embestida de la santa sede en contra de las monjas en Estados Unidos (mismas que han levantado su voz para exigir derechos) hasta diversos temas en los que el cambio, la reforma, la restructuración es la voz generalizada.

La Iglesia Católica está anquilosada; aunque en la actualidad reporta más de mil millones de fieles, el número de estos va a la baja en vez de aumentar; lo que la jerarquía católica no reporta es que la gran cantidad de “no practicantes” aumenta año con año; sus cifras incluyen a todos los bautizados, pero de estos no cuentan a apóstatas o de plano a los que reniegan de cualquier dios; mientras las iglesias están cada vez más vacías, los seminarios menos recurridos y la búsqueda del “católico promedio” en otras opciones de fe aumenta.

Una reforma es lo que requiere una institución que se apoya en sus dos mil años de existencia para sentirse invulnerable, omnisapiente y respetada.

Una reforma que evite que el poder se acumule sobre una cuantas cabezas adornadas, que permita una participación activa de las mujeres, que reconozca que en este mundo moderno hay ciertos temas y ciertos asuntos (como el homosexualismo, la planificación familiar y la libertad de elección) que son vigentes en la vida de casi todos los católicos pero que la jerarquía se niega siquiera a discutir.

La grey católica está comenzando a hartarse de una jerarquía que ama el boato, el lujo y el despilfarro de dinero, que vive en una torre de marfil totalmente ajena al día a día de los seres normales y «de a pie». Una jerarquía que está más preocupada en sus lujos y en sus privilegios y que creen que, desde su alta posición, conocen exactamente lo que ocurre a la gente común.